CELESTINA.-
A la mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de
pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla
de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo porvenir, vecina de
la muerte, choza sin rama que se llueve por cada parte, cayado de mimbre que
con poca carga se doblega.
MELIBEA.-
¿Por qué dices, madre, tanto mal de lo que todo el mundo, con tanta eficacia,
gozar o ver desea?
CELESTINA.-
Desean harto mal para sí, desean harto trabajo. Desean llegar allá porque
llegando viven, y el vivir es dulce, y viviendo envejecen. Así, que el niño
desea ser mozo, y el mozo viejo, y el viejo más, aunque con dolor. Todo por
vivir, porque, como dicen, "viva la gallina con su pepita". Pero
¿quién te podría contar, señora, sus daños, sus inconvenientes, sus fatigas,
sus cuidados, sus enfermedades, su frío, su calor, su descontentamiento, su
rencilla, su pesadumbre; aquel arrugar de cara, aquel mudar de cabellos su
primera y fresca color, aquel poco oír, aquel debilitado ver, puestos los
ojos a la sombra, aquel hundimiento de boca, aquel caer de dientes, aquel
carecer de fuerza, aquel flaco andar, aquel espacioso comer? Pues ¡ay,
señora!, si lo dicho viene acompañado de pobreza, allí verás callar todos los
otros trabajos cuando sobra la gana y falta la provisión, que jamás sentí
peor ahíto que de hambre.
En Dios y en mi alma [Calisto] no tiene hiel; gracias dos mil; en franqueza,
Alexandre; en esfuerzo, Héctor; gesto de un rey, gracioso, alegre, jamás
reina en él tristeza. De noble sangre, como sabes. Gran justador; pues verlo
armado: un San Jorge. fuerza y esfuerzo, no tuvo Hércules tanta. La presencia
y facciones, disposición, desenvoltura, otra lengua había menester para las
contar. Todo junto semeja ángel del cielo. Ahora, señora, tiénele derribado
una sola muela que jamás cesa de quejar.
MELIBEA.-
¿Y qué tiempo ha?
CELESTINA.-
Podrá ser, señora, de veintitrés años; que aquí está Celestina que lo vio
nacer.
MELIBEA.-
Ni te pregunto eso, ni tengo necesidad de saber su edad; sino qué tanto ha
que tiene el mal.
CELESTINA.-
Señora, ocho días. Que parece que ha un año en su flaqueza.
MELIBEA.-
¡Oh, cuánto me pesa con la falta de mi paciencia! Porque siendo él ignorante
y tú inocente, habéis padecido las alteraciones de mi airada lengua. En pago
de tu sufrimiento, quiero cumplir tu demanda y darte luego mi cordón. Y
porque para escribir la oración no habrá tiempo sin que venga mi madre, si
esto no bastare, ven mañana por ella muy secretamente.
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CALISTO.-
Si no quieres, reina y señora mía, que desespere y vaya mi ánima condenada a
perpetua pena oyendo esas cosas, certifícame brevemente si no hubo buen fin
tu demanda gloriosa, y la cruda y rigurosa muestra de aquel gesto angélico y
matador. Pues todo eso es más señal de odio que de amor.
CELESTINA.-
La mayor gloria que el secreto oficio de la abeja se da, a la cual los
discretos deben imitar, es que todas las cosas por ella tocadas convierte en
mejor de lo que son. De esta manera me he habido con las zahareñas razones y
esquivas de Melibea. Todo su rigor traigo convertido en miel, su ira en
mansedumbre, su aceleramiento en sosiego. Pues ¿a qué piensas que iba allá la
vieja Celestina, a quien tú, demás de tu merecimiento, magníficamente
galardonaste, sino a ablandar su saña, a sufrir su accidente, a ser escudo de
tu ausencia, a recibir en mi manto los golpes, los desvíos, los menosprecios,
desdenes, que muestran aquéllas en los principios de sus requerimientos de
amor, para que sea después en más tenida su dádiva? Que a quien más quieren,
peor hablan. Y si así no fuese, ninguna diferencia habría entre las públicas
que aman, a las escondidas doncellas, si todas dijesen sí a la entrada de su
primer requerimiento, en viendo que de alguno eran amadas. Las cuales, aunque
están abrasadas y encendidas de vivos fuegos de amor, por su honestidad
muestran un frío exterior, un sosegado rostro, un apacible desvío, un
constante ánimo y casto propósito, unas palabras agrias, que la propia lengua
se maravilla del gran sufrimiento suyo, que le hacen forzosamente confesar al
contrario de lo que siente. así que, para que tú descanses y tengas reposo,
mientras te contare por extenso el proceso de mi habla y la causa que tuve
para entrar, sabe que el fin de su razón fue muy bueno.
CALISTO.-
Ahora, señora, que me has dado seguro para que ose esperar todos los rigores
de la respuesta, di cuanto mandares y como quisieres, que yo estaré atento.
Ya me reposa el corazón, ya descansa mi pensamiento, ya reciben las venas y
recobran su perdida sangre, ya he perdido temor, ya tengo alegría. Subamos,
si mandas, arriba. En mi cámara me dirás por extenso lo que aquí he sabido en
suma.
CELESTINA.-
Subamos, señor.
PÁRMENO.-
(¡Oh, Santa María! ¡Qué rodeos busca este loco para huir de nosotros, para
poder llorar a su placer con Celestina de gozo, y por descubrirle mil deseos
de su liviano y desvariado apetito, por preguntar y responder seis veces cada
cosa, sin que esté presente quien le pueda decir que es prolijo! Pues te
aseguro yo, desatinado, que tras ti vamos.)
CALISTO.-
Mira, señora, qué hablar trae Pármeno; cómo se viene santiguando de oír lo
que has hecho de tu gran diligencia. Espantado está, por mi fe, señora
Celestina. Otra vez se santigua. Sube, sube, sube, y siéntate, señora, que de
rodillas quiero escuchar tu suave respuesta. Y dime luego: la causa de tu
entrada, ¿qué fue?
CELESTINA.-
Vender un poco de hilado, con que tengo cazadas más de treinta de su estado,
si a Dios ha placido, en este mundo, y algunas mayores.
CALISTO.-
Eso será de cuerpo, madre; pero no de gentileza, no de estado, no de gracia y
discreción, no de linaje, no de presunción con merecimiento, no en virtud, no
en habla.
PÁRMENO.-
(Ya discurre eslabones el perdido, ya se desconciertan sus badajadas. Nunca
da menos de doce, siempre está hecho reloj de mediodía. Cuenta, cuenta,
Sempronio, que estás embobado oyéndole a él locuras y a ella mentiras.)
SEMPRONIO.-
(¡Oh maldicente venenoso! ¿Por qué cierras las orejas a lo que todos los del
mundo las aguzan, hecho serpiente que huye la voz del encantador? Que sólo
por ser de amores estas razones, aunque mentiras, las habís de escuchar con
gana.)
CELESTINA.-
Oye, señor Calisto, y verás tu dicha y mi solicitud qué obraron. Que, en comenzando
yo a vender y poner en precio mi hilado, fue su madre de Melibea llamada para
que fuese a visitar una hermana suya enferma. Y como le fue necesario
ausentarse, dejó en su lugar a Melibea para...
CALISTO.-
¡Oh gozo sin par, oh singular oportunidad, oh oportuno tiempo! ¡Oh quién
estuviera allí debajo de tu manto, escuchando qué hablaría sola aquella en
quien Dios tan extremadas gracias puso!
CELESTINA.-
¿Debajo de mi manto dices? ¡Ay mezquina! Que fueras visto por treinta
agujeros que tiene, si Dios no le mejora.
PÁRMENO.-
(Sálgome fuera, Sempronio. Ya no digo nada, escúchatelo todo. Si este perdido
de mi amo no midiese con el pensamiento cuántos pasos hay de aquí a casa de
Melibea, y contemplase en su gesto, y considerase cómo estaría concertado el
hilado, todo el sentido puesto y ocupado en ella, él vería que mis consejos
le eran más saludables que estos engaños de Celestina.)
CALISTO.-
¡Qué es esto, mozos? Estoy yo escuchando atento, que me va la vida; vosotros
susurráis, como soléis, por hacerme mala obra y enojo. Por mi amor, que
calléis; moriréis de placer con esta señora, según su buena diligencia. Di,
señora: ¿qué hiciste cuando te viste sola?
CELESTINA.-
Recibí, señor, tanta alteración de placer, que cualquiera que me viera me lo
conociera en el rostro.
CALISTO.-
Ahora la recibo yo; cuanto más quien ante sí contemplaba tal imagen.
¿Enmudecerías con la novedad inesperada?
CELESTINA.-
Antes me dio más osadía a hablar lo que quise verme sola con ella. Abrí mis
entrañas, díjele mi embajada: cómo penabas tanto por una palabra de su boca
salida en favor tuyo para sanar un tan gran dolor. Y como ella estuviese
suspensa mirándome, espantada del nuevo mensaje, escuchando hasta ver quién
podía ser el que así por necesidad de su palabra penaba, o a quien pudiese
sanar su lengua, en nombrando tu nombre atajó mis palabras y se dio en la
frente una gran palmada, como quien cosa de gran espanto hubiese oído,
diciendo que cesase mi habla y me quitase delante, si no quería hacer a sus
servidores verdugos de mi postrimería, agravando mi osadía, llamándome
hechicera, alcahueta, vieja falsa, barbuda, malhechora y otros muchos
ignominiosos nombres, con cuyos títulos asombran a los niños de cuna. Y
detrás de esto mil amortecimientos y desmayos, mil milagros y espantos, turbado
el sentido, bulliendo fuertemente los miembros todos a una parte y a otra,
herida de aquella dorada flecha, que del sonido de tu nombre le tocó,
retorciendo el cuerpo, las manos enlazadas, como quien se despereza, que
parecía que las despedazaba, mirando con los ojos a todas partes, coceando
con los pies el suelo duro. Y yo, a todo esto, arrinconada, encogida,
callando, muy gozosa con su ferocidad. Mientras más basqueaba, más yo me
alegraba, porque más cerca estaba el rendirse y su caída. Pero entretanto me
gastaba aquel espumajoso almacén su ira, yo no dejaba mis pensamientos estar
vagos ni ociosos, de manera que tuve tiempo para salvar lo dicho.
CALISTO.-
Eso me di, señora madre. Que yo he revuelto en mi juicio mientras te escucho,
y no he hallado disculpa que buena fuese ni convincente, con que lo dicho se
cubriese ni colorase, sin quedar terrible sospecha de tu demanda. Porque
conozca tu mucho saber, que en todo me pareces más que mujer: que como tu
respuesta tú pronosticaste, proveíste con tiempo tu réplica. ¿Qué más hacía
aquella tusca Adeleta, cuya fama siendo tú viva se perdiera? La cual tres
días antes de su fin pronosticó la muerte de su viejo marido y de los dos
hijos que tenía. Ya creo lo que se dice: que el género flaco de las hembras
es más apto para las prestas cautelas que el de los varones.
CELESTINA.-
¿Qué, señor? Dije que tu pena era el mal de muelas, y que la palabra que de
ella querría era una oración que ella sabía, muy devota para ellas.
CALISTO.-
¡Oh maravillosa astucia! ¡Oh singular mujer en su oficio! ¡Oh cautelosa
hembra! Oh medicina presta! ¡Oh discreta en mensajes! ¿Cuál humano seso
bastara a pensar tan alta manera de remedio?
|
MELIBEA.-
Óyeme tú, por mi vida, que yo quiero cantar sola.
Papagayos, ruiseñores,
que cantáis al alborada
llevad nueva a mis amores
cómo espero aquí asentada.
La media noche es pasada,
y no viene;
sabed si hay otra amada
que lo detiene.
|
CALISTO.-
Vencido me tiene el dulzor de tu suave canto; no puede más sufrir tu penado
esperar. ¡Oh mi señora y mi bien todo! ¿Cuál mujer podía haber nacida que
desprivase tu gran merecimiento? ¡Oh interrumpida melodía! ¡Oh gozoso rato!
¡Oh corazón mío! ¿Y cómo no pudiste más tiempo sufrir sin interrumpir tu gozo
y cumplir el deseo de entrambos?
MELIBEA.-
¡Oh sabrosa traición! ¡Oh dulce sobresalto! ¿Es mi señor y mi alma? ¿Es él?
No lo puedo creer. ¿Dónde estabas, luciente sol? ¿Dónde me tenías tu claridad
escondida? ¿Hacía rato que escuchabas? ¿Por qué me dejabas echar palabras sin
seso al aire, con mi ronca voz de cisne? Todo se goza este huerto con tu
venida. Mira la luna, cuán clara se nos muestra; mira las nubes, cómo huyen;
oye la corriente agua de esta fontecica, cuánto más suave murmullo y húmedo
lleva por entre las frescas hierbas. Escucha los altos cipreses, cómo se dan
paz unos ramos con otros, por intercesión de un templadico viento que los
mece. Mira sus quietas sombras cuán oscuras están, y aparejadas para encubrir
nuestro deleite. Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Tornaste loca de placer?
Déjamelo, no me lo despedaces, no le trabajes sus miembros con tus pesados
brazos. Déjame gozar de lo que es mío, no me ocupes mi placer.
CALISTO.-
Pues, señora y gloria mía, si mi vida quieres, no cese tu suave canto. No sea
de peor condición mi presencia, con que te alegras, que mi ausencia, que te
fatiga.
SOSIA.-
¿Así, bellacos, rufianes, veníais a aterrorizar a los que no os temen? Pues
yo os juro que si esperáis, que yo os hiciera ir como merecíais.
CALISTO.-
Señora, Sosia es aquel que da voces. Déjame ir a verlo, no lo maten; que no
está sino un pajecico con él. Dame presto mi capa, que está debajo de ti.
MELIBEA.-
¡Oh triste de mi ventura! No vayas allá sin tus corazas; tórnate a armar.
CALISTO.-
Señora, lo que no hace espada y capa y corazón, no lo hacen coraza y capacete
y cobardía.
SOSIA.-
¿Aún tornáis? Esperad; quizá venís por lana.
CALISTO.-
Déjame, por Dios, señora, que puesta está la escala.
MELIBEA.-
¡Oh, desdichada soy! ¡Y cómo vas, tan recio y con tanta prisa y desarmado, a
meterte entre quien no conoces! Lucrecia, ven presto acá, que es ido Calisto
a un ruido. Echémosle sus corazas por la pared, que se quedan acá.
TRISTÁN.-
Tente, señor, no bajes. Idos son; que no eran sino Traso el cojo y otros
bellacos, que pasaban voceando. Que ya se torna Sosia. Tente, tente, señor,
con las manos a la escala.
CALISTO.-
¡Oh, válgame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión!
TRISTÁN.-
Llégate presto, Sosia, que el triste de nuestro amo es caído de la escala, y
no habla ni se bulle.
SOSIA.-
¡Señor, señor, ¡A esa otra puerta...! ¡Tan muerto es como mi abuela! ¡Oh gran
desventura!
LUCRECIA.-
¡Escucha, escucha! ¡Gran mal es éste!
MELIBEA.-
¿Qué es esto que oigo, amarga de mí?
TRISTÁN.-
¡Oh mi señor y mi bien muerto! ¡Oh mi señor despeñado! ¡Oh triste muerte sin
confesión! Coge, Sosia, esos sesos de esos cantos, júntalos con la cabeza del
desdichado amo nuestro. ¡Oh día aciago! ¡Oh arrebatado fin!
MELIBEA.-
¡Oh desconsolada de mí! ¿Qué es esto? ¿Qué puede ser tan áspero
acontecimiento como oigo? Ayúdame a subir, Lucrecia, por estas paredes, veré
mi dolor; si no, hundiré con alaridos la casa de mi padre. ¡Mi bien y placer,
todo es ido en humo! ¡Mi alegría es perdida! ¡Consumióse mi gloria!
LUCRECIA.-
Tristán, ¿qué dices, mi amor? ¿Qué es eso que lloras tan sin mesura?
TRISTÁN.-
¡Lloro mi gran mal, lloro mis muchos dolores! Cayó mi señor Calisto de la
escala y es muerto. Su cabeza está en tres partes. Sin confesión pereció.
Díselo a la triste y nueva amiga, que no espere más su penado amador. Toma,
tú, Sosia, de los pies. Llevemos el cuerpo de nuestro querido amo donde no
padezca su honra detrimento, aunque sea muerto en este lugar. Vaya con
nosotros llanto, acompáñenos soledad, síganos desconsuelo, vístanos tristeza,
cúbranos luto y dolorosa jerga.
MELIBEA.-
¡Oh la más de las tristes triste! ¡Tan poco tiempo poseído el placer, tan
presto venido el dolor!
LUCRECIA.-
Señora, no rasgues tu cara ni meses tus cabellos. ¡Ahora en placer, ahora en
tristeza! ¿Qué planeta hubo que tan presto contrarió su destino? ¡Qué poco
corazón es éste! Levanta, por Dios, no seas hallada por tu padre en tan
sospechoso lugar, que serás sentida. Señora, señora, ¿no me oyes? No te
desmayes, por Dios. Ten esfuerzo para sufrir la pena, pues tuviste osadía
para el placer.
MELIBEA.-
¿Oyes lo que aquellos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes cantares?
¡Rezando llevan con responso mi bien todo, muerta llevan mi alegría! No es
tiempo de yo vivir. ¿Cómo no gocé más del gozo? ¿Cómo tuve en tan poco la
gloria que entre mis manos tuve? ¡Oh ingratos mortales! Jamás conocéis
vuestros bienes sino cuando de ellos carecéis.
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